Ciruelo vs. Bencardino: el linchamiento digital y la oportunidad perdida
¿Derecho a expresión o violencia desmedida?
Marina Cisneros


Durante la primera o segunda semana de agosto, el artista argentino Ciruelo Cabral visitó el Malba y se encontró con una obra de Carrie Bencardino que le resultó demasiado similar a una de sus propias pinturas, Dragon Caller (2005). Con la imagen de la obra y una de su autoría, Cabral hizo un posteo en sus redes sociales sin una acusación explícita, buscando, en sus propias palabras, "compartir" el hallazgo. La reacción fue inmediata: en cuestión de horas, más de 4.000 comentarios se dispararon, transformando lo que pudo haber sido una pregunta abierta en un espectáculo de violencia digital. La mayoría de las personas que comentaron, no buscaba reflexionar sobre el arte, sino atacar, tanto a Cabral como a Bencardino. La respuesta de Bencardino, lejos de calmar la situación, avivó el fuego aludiendo a los "ídolos de la infancia" que se convierten en "fantasmas". El matiz y la complejidad del arte quedaron reducidos a insultos y eslóganes, en lo que se convirtió en un linchamiento masivo.
Este no es el primer episodio en que la “propiedad” de una imagen enciende la mecha. En 2020, la fotógrafa Nora Lezano denunció públicamente que una obra premiada de Mariana Esquivel era una copia de una fotografía suya. Allí sí hubo una acusación directa: Lezano pidió que se revocara el premio, y la institución, el Museo Franklin Rawson, quedó en el ojo de la tormenta. El resultado fue similar: un séquito masivo se lanzó a señalar y acusar a Esquivel, convirtiendo la discusión en un campo de batalla moral. En ambos casos, aunque con diferencias notables, la conversación no avanzó hacia un análisis serio sobre prácticas artísticas contemporáneas. Lo que prevaleció fue la dinámica de linchamiento, donde la violencia colectiva reemplazó la posibilidad de un debate productivo.
Prácticas profesionales: ¿Diálogo o bardo en Instagram?
La principal pregunta que me surge de estos episodios (desde mi materia de estudio) es: ¿cómo se podría haber resuelto esta situación de forma profesional? En lugar de un comentario ofensivo que escaló la tensión, ¿qué hubiera pasado si los artistas se hubieran llamado por teléfono? La mediación, el diálogo y el debate respetuoso son herramientas fundamentales para cualquier profesional. Un artista se encuentra con una obra similar a la suya, lo conversa con su colega, explora sus intenciones, sus referencias. Este tipo de diálogo, entre pares, permite entender el contexto de la creación, la posibilidad de que sea una coincidencia o, si existiera una intencionalidad, se pueda hablar de ella en un marco de respeto. La urgencia de generar bardo en IG, de convertir un posible conflicto en un espectáculo público, revela una preocupante tendencia en el ecosistema artístico: la validación parece venir más del ruido que del aprendizaje.
Miles de personas opinan sin crítica, solo con enojo y ganas de ofender. Esta situación nos obliga a analizar el ecosistema artístico y la sociedad en general. Lo que me preocupa es la facilidad con la que se pasa del desacuerdo al linchamiento, sin debate responsable ni respeto por la diferencia de opiniones. Tanto así, que quiero hablar de este tema, y lo hago con convicción y respeto, pero con cierto miedo.
Sobre el rol de las instituciones: mediadoras y pedagogas
El episodio entre Ciruelo y Bencardino, y su predecesor entre Lezano y Esquivel, expone una dolorosa falencia en el ecosistema cultural argentino: el silencio de las instituciones. Cuando estalla un conflicto en las redes, el público, en su mayoría sin herramientas para analizar las complejidades del arte contemporáneo, se lanza a la batalla digital. Y en ese momento crucial, las instituciones que deberían liderar el debate eligen, una y otra vez, guardar silencio o exponer comunicados vagos.
El Malba podría haber tomado un rol activo. En lugar de limitarse a ser un espacio de exhibición, podría haber sido un ente mediador y pedagógico. ¿Qué habría pasado si, apenas se viralizó el posteo, el museo hubiese organizado una mesa de debate, un conversatorio abierto con críticos de arte, historiadores y, si era posible, los propios artistas? Un museo no es solo un depósito de obras; es una institución educativa. Su rol es contextualizar el arte, explicar sus prácticas y dotar al público de herramientas para entenderlo más allá de la primera impresión.
El silencio institucional no solo es una oportunidad perdida, sino que legitima el linchamiento. Al no intervenir, se deja la cancha libre para que el debate se contamine de insultos y acusaciones vacías. Lejos de proteger a los artistas, los deja vulnerables ante el tribunal de las redes. Las instituciones deben asumir que los conflictos forman parte de la dinámica cultural. Su responsabilidad no es castigar o censurar, sino dialogar y educar. Al no hacerlo, delegan el poder de la crítica a la multitud, y el resultado es, invariablemente, la violencia.
Sobre el linchamiento como entretenimiento
Este tipo de situaciones revela una dinámica social más profunda y preocupante. La sociedad contemporánea, saturada de información y adicta a la inmediatez, ha convertido el conflicto en entretenimiento. Lo que vemos en las redes no es un debate, sino un circo romano, donde se señala a alguien, se lo acusa y se lo sacrifica públicamente para el deleite de la multitud.
La participación masiva en estos linchamientos digitales no nace de un interés genuino por el arte. Me parece que nace de la necesidad de tomar partido de forma rápida y furiosa, de sentir que se pertenece a un grupo que "tiene razón" y que puede ejercer su furia contra un enemigo común. Se pierde la oportunidad de reflexionar, de aprender y de complejizar el pensamiento. En lugar de preguntar "¿qué significa esta situación?", la pregunta es "¿quién tiene la culpa?".
Esta dinámica es un reflejo de la polarización que vivimos. Ya sea en política, en deporte o en arte, el otro no es un interlocutor, sino un adversario al que se debe anular (que miedo, ¿no). La violencia verbal, los insultos y las acusaciones sin fundamento se normalizan como el único medio de expresión. La libertad de expresión se confunde peligrosamente con la libertad para ofender, y el debate se convierte en un simple intercambio de eslóganes.
Es en este punto donde quiero plantear una discusión que para mi se vuelve vital: el derecho a no gustar. Nos hemos olvidado que podemos tener opiniones diferentes sin que eso se convierta en una declaración de guerra. A muchos no les gustará la postura de esta nota, y está bien. No tengo miedo a no gustar, porque de hecho, se que no gusto mucho, seguramente perderé “likes y seguidores”, pero si temo que ese "no gustar" se transforme en un ataque inconmensurable. Este es el verdadero peligro: perder el derecho a la diferencia sin que eso implique un linchamiento.
Lo más grave es que este espectáculo de odio no genera ningún cambio positivo. Solo deja un rastro de dolor, fractura y una comunidad cultural más empobrecida. Las instituciones y los artistas tienen una responsabilidad profesional y ética: elegir el dialogo sobre el ruido, la mediación sobre el silencio y el aprendizaje sobre el linchamiento. En sus redes sociales, David Nahon, toma postura sobre ese tema.
La hipotenusa de la cuestión
No se trata de decidir quién tiene razón ni de etiquetar la obra como plagio o apropiación. Esa discusión, aunque interesante, es secundaria frente a la oportunidad perdida: cómo resolvemos los conflictos en el arte y en la sociedad.
Mientras sigamos eligiendo el linchamiento como espectáculo, seguiremos desaprovechando la posibilidad de aprender. Si en lugar de ruido hubiese habido diálogo, hoy estaríamos discutiendo conceptos, referencias y procesos creativos, en vez de coleccionar insultos en Instagram.
La pregunta que queda abierta es: ¿queremos un ecosistema artístico donde cada conflicto se convierta en circo, o uno donde los desacuerdos sean la excusa para pensar juntos?
Sobre Apropiacionismo, escribí una nota muy completa para Plataforma RARA, con información pedagógica y casos reales en los que medio la justicia. Pueden leerla aquí: https://plataformarara.com/blog/apropiacionismo-yasumasa-morimura
Actualización 21/8:
Dejo acá mi postura, porque me la pidieron mucho en el post en Instagram, y la comparto con respeto y sin ánimo de encender más fuego.
Lo primero: tanto Carrie como Ciruelo son buenos artistas. No están entre mis favoritos ni sigo su trabajo con devoción, pero reconozco la calidad y los recorridos de ambos. Además, trabajan en contextos y con lenguajes distintos; no me corresponde hacer un juicio de valor general sobre sus obras.
Sobre este hecho puntual: vi la muestra de Carrie en el Malba antes de que estallara la polémica y me pareció una exposición interesante, con referencias muy marcadas. Son grandes pinturas al óleo, bien resueltas; me gustaron.
También quiero aclarar algo que se distorsionó: Ciruelo no “escrachó” a Carrie. Hizo lo que cualquier artista puede hacer ante algo que lo interpela: señalar públicamente una coincidencia que encontró en un museo. Ciruelo tiene tanto derecho a marcar esto, como Carrie habilitada por l ahistoria del arte, tiene derecho a la cita y el Apropiacionismo como prácticas posibles.
Ahora bien, sí veo un error (seguramente sin mala intención) en este caso puntual. En la práctica del Apropiacionismo, cuando se recurre a la cita tácita o a la apropiación implícita, suele funcionar si se trata de imágenes ya universales, iconos compartidos, obras que circulan masivamente en la cultura visual. Pero la obra de Ciruelo no entra en esa categoría: no es un ícono universal, es el trabajo de un artista vivo, reconocible y con nombre propio. Y allí, lo tácito deja de ser eficaz. En mi lectura, Carrie debió haber explicitado esa referencia o esa cita. Esa omisión es una falta, un error, pero de ninguna manera algo que justifique un linchamiento.
Lo que me resulta más lamentable es el reflejo inmediato a buscar culpables. Desde mi punto de vista, ninguna de las partes “merece” ser juzgada o reducida a este episodio. Sí creo que, en el fragor del momento, Carrie reaccionó a la defensiva y eso pudo alimentar el malentendido. Pero la desmesura no estuvo allí: estuvo en la horda de voces externas que aprovecharon la situación para descargar odio gratuito. Defender a Ciruelo no era necesario (no necesita defensa); muchos solo encontraron un pretexto para volcar violencia. Y bajo ninguna circunstancia, más allá de posibles torpezas en respuestas o declaraciones, Carrie merece el maltrato desmedido que recibió. Discrepar no es delito, ni siquiera la soberbia lo es.
Un apunte sobre el apropiacionismo: históricamente es una práctica provocadora. Sabe que despierta reacciones y juega con ese filo. Aun así, que una obra provoque no habilita el linchamiento. La provocación pide pensamiento crítico, no hostigamiento.
¿Dónde creo que conviene poner el foco entonces? No en señalar a tal o cual artista, sino en cómo reacciona el ecosistema: instituciones, curadurías, medios, audiencias y redes. Si queremos que esto no se repita como espectáculo, necesitamos profesionalización y protocolos claros. Algunas ideas concretas:
Mediación y diálogo: ante controversias de cita o apropiación, activar de inmediato una mesa de mediación curatorial y jurídica, con un comunicado claro que explique el curso de acción.
Textos curatoriales precisos: explicitar referencias, genealogías de imágenes y marcos conceptuales (apropiación, cita, pastiche, homenaje, etc.). Nombrar reduce sospechas.
Debida diligencia: fortalecer los procesos de investigación de procedencias, licencias, autorizaciones y umbrales de transformación cuando corresponda.
Protocolos de comunicación de crisis: evitar el silencio institucional que agranda el vacío y lo llena el algoritmo del odio.
Educación pública: programar conversaciones y materiales pedagógicos que ayuden a la audiencia a leer con más herramientas (porque el problema no es “que guste o no”; es cómo pensamos lo que vemos).
Códigos de convivencia: en las propias plataformas, desincentivar el hostigamiento y moderar mensajes violentos. Crítica sí; ataque personal, no.
Todas las partes podrían haber reaccionado mejor, pero insistir en “quién tiene la culpa” es improductivo. Prefiero que nos hagamos estas preguntas: ¿qué aprendizajes institucionales deja este caso?, ¿cómo blindamos el debate para que siga siendo debate y no espectáculo de violencia?, ¿qué herramientas damos al público para leer prácticas complejas sin caer en tribunal digital?
Mi intención no es acusar a nadie. Es invitar a pensar con más profundidad y menos ruido. Si vamos a disentir, y ojalá lo sigamos haciendo, hagámoslo con argumentos y sin odio. Esa es la única manera de que el campo artístico crezca en vez de achicarse.
¡Gracias por leer!
Marina Cisneros
Artista visual y gestora cultural