El arte y la precariedad: una deuda impaga

Una reflexión sobre la necesidad de transformar la manera en que se valora y sostiene el trabajo artístico.

Marina Cisneros

A pesar del reconocimiento y el impacto cultural del arte, las y los artistas siguen enfrentando condiciones laborales precarias, falta de estabilidad y ausencia de derechos.

El mundo del arte es implacable. Exige pasión, entrega, talento. Exige producir sin descanso, innovar, sostener una imagen, ser relevante. Pero no garantiza nada. En general, no paga cuentas, no ofrece estabilidad, no da seguridad. La precarización es la norma, y el reconocimiento simbólico, muchas veces, se percibe como un consuelo vacío para quienes buscan hacer de su expresión y estudio un oficio, de su arte, un trabajo formal y reconocido.

Históricamente, el arquetipo del artista pobre ha sido perpetuado por múltiples factores culturales, sociales y económicos. Desde la bohemia del siglo XIX hasta las vanguardias del siglo XX, la precariedad se ha romantizado como un símbolo de autenticidad y sacrificio. Figuras como Van Gogh, quien murió en la miseria, o los poetas malditos como Rimbaud y Baudelaire, reforzaron la noción de que el verdadero arte surge del sufrimiento y la exclusión económica.

Este pensamiento también tiene raíces en la mercantilización del arte. Durante siglos, el arte estuvo en manos de mecenas y academias que dictaban quién podía vivir de su trabajo. Con la llegada de la modernidad, el sistema de galerías y el mercado del arte consolidaron una estructura en la que solo unos pocos pueden acceder a la estabilidad económica, mientras que la mayoría sigue dependiendo de trabajos precarios o intermitentes.

La precarización del arte ha sido alimentada por la idea de que la vocación justifica el sacrificio. Se espera que las y los artistas inviertan en su producción sin garantías de retorno y trabajen gratis para visibilidad, perpetuando una estructura que permite la explotación y la falta de reconocimiento laboral.

Es hora de desmontar este mito. El arte es un trabajo y debe ser tratado como tal.

Para que el arte sea una profesión digna, debe integrarse a una estructura laboral sólida que contemple derechos, remuneraciones justas y seguridad social. Es necesario dejar de concebir al artista como un ente inspirado por la divinidad o un mártir del sacrificio creativo, y empezar a verlo como un trabajador con una función social. Desde la docencia hasta la producción artística en el ámbito público y privado, las artistas ofrecen bienes y servicios culturales que enriquecen la vida colectiva.

El arte impacta en la educación, la comunicación, la salud emocional y la economía. Sin embargo, las y los artistas siguen enfrentando condiciones laborales precarias, sin contratos claros ni garantías que les permitan desarrollar su labor con estabilidad.

Para cambiar esto, se necesita un compromiso real por parte de las instituciones, los estados y la sociedad en general. No basta con admirar la obra terminada; hay que valorar el proceso, la formación, el esfuerzo y la vida de quienes la crean. Sin este cambio de paradigma, el arte seguirá siendo visto como un lujo en lugar de una necesidad colectiva.

El arte no solo produce obras, sino también bienes y servicios fundamentales para la sociedad: educación, entretenimiento, preservación de la memoria histórica, bienestar emocional y desarrollo de identidades culturales. Un artista que entiende su profesión en términos laborales podrá estructurar mejor sus propuestas, establecer tarifas justas y consolidar acuerdos que dignifiquen su práctica.

Sin condiciones justas y acceso a recursos básicos, la creación artística queda supeditada a un sistema que desvaloriza su importancia y vulnera a quienes la producen.

Cuando un artista se quiebra, cuando no aguanta más, ahí aparecen las palabras bonitas, las publicaciones conmemorativas, los homenajes. ¿Dónde está la estructura que garantice que vivir del arte no sea una condena a la precariedad?

La ausencia de una estructura que garantice la estabilidad de los artistas es una falla profunda de nuestras sociedades. No existen suficientes marcos legales ni políticas públicas que respalden el trabajo artístico como una profesión con derechos y obligaciones claras. La falta de contratos estables, de sistemas de jubilación, de acceso a salud y de protección social empuja a los creadores a vivir en una constante incertidumbre.

Para cambiar esta realidad, es fundamental la implementación de modelos que incluyan financiamiento sostenible, programas de apoyo institucional y redes de contención para los trabajadores del arte. Es necesario fomentar y fortalecer la educación en gestión y administración cultural. Esto implica brindar herramientas concretas para que los artistas puedan estructurar su trabajo de manera sostenible, desde la correcta valoración económica de su producción hasta la negociación de contratos justos. Es imprescindible que los creadores adquieran conocimientos en financiamiento, autogestión y estrategias de comercialización que les permitan insertarse en el mercado sin depender exclusivamente de subsidios o becas esporádicas. De esta manera, podrán consolidar un modelo de trabajo viable, que los aleje de la precarización y les permita desarrollar sus proyectos con autonomía y estabilidad. La profesionalización del sector no solo depende de la voluntad de las artistas, sino de la existencia de estructuras que reconozcan su labor como un componente esencial del tejido social y económico.

El arte no puede depender de la pasión o la vocación como único motor de su producción. Necesita condiciones dignas, salarios justos y una infraestructura que permita a las artistas desarrollarse sin que su estabilidad económica esté constantemente amenazada.

El arte es fundamental para la identidad cultural de una sociedad, pero esa misma sociedad se resiste a reconocerlo como un trabajo legítimo. Se aplaude la creación, pero se precariza al creador.

El arte no debería costarnos la vida. Es urgente transformar la manera en que se valora, financia y sostiene el trabajo artístico. Sin artistas, no hay cultura. Sin dignidad, no hay arte posible.