Cuando el discurso no coincide con la práctica. Violencias que se esconden detrás de un discurso impecable
Reflexiones sobre la violencia invisible en el campo artístico
Marina Cisneros


“Las estructuras de violencia más eficaces son aquellas que se vuelven cotidianas, porque nadie las nombra.”
En la actualidad, son múltiples los reclamos por faltas de protocolo y transparencia en espacios formativos y expositivos. Esta nota reúne patrones y herramientas para detectar y frenar esas violencias antes de que se normalicen. Al nombrarlas, buscamos activar la conversación, y la acción, que el sector artístico todavía adeuda.
En los últimos meses comenzaron a circular nuevos testimonios sobre estafas con fondos públicos, abuso de poder, situaciones de violencia y acoso cometidos por una "curadora" dentro del campo artístico. Se trata de una profesional bien conocida por su retórica “afectiva”, feminista y antiextractivista, lo que vuelve su accionar particularmente difícil de detectar: el discurso admirable funciona como blindaje simbólico.
Aunque no mencionaré nombres propios, pero de iniciales K.C. (por razones de seguridad y para proteger a las personas afectadas) sí considero necesario describir cómo operan estas violencias y por qué nuestra escena aún carece de herramientas efectivas para detenerlas.
El guante de seda
Cómo opera la violencia simbólica, patrones que se repiten en los testimonios recopilados
En el ámbito artístico, la violencia rara vez se presenta de forma explícita. Se filtra a través de microgestos:
Descalificación pública disfrazada de “crítica honesta”
Se da cuando la persona con poder invalida un trabajo frente al grupo bajo la excusa de impulsar “la mejora”. En lugar de señalar aspectos técnicos o conceptuales, recurre a comentarios sobre la supuesta falta de capacidad, disciplina o “madurez” del/la artista. El daño no es sólo emocional: mina la percepción colectiva de la obra y, a la larga, condiciona invitaciones a muestras, becas o residencias porque la palabra de la curaduría funciona como sello de calidad o estigma. En estos casos, la persona agredida suele autoinculparse (“quizás no estoy a la altura”) y evita volver a exponer para no recibir otro “correctivo”. En la mayoría de los testimonios recibidos, estas personas afectadas no vuelven a insertarse en espacios artísticos durante un tiempo significante.
Estrategias de aislamiento que generan sospecha entre colegas
Se cultivan a través de confidencias selectivas (“no digas nada, pero me preocupa tal compañerx”) o advertencias veladas (“cuidá tu archivo, hay gente que copia”). Así se fractura la confianza y se impide la organización colectiva. Quien cuestiona o busca transparencia queda marcado como “problemáticx”. El efecto final es la segmentación del grupo en microlealtades que dependen emocionalmente de la figura de autoridad. Por ejemplo, dentro de los testimonios recopilados, algunos discursos fueron "la directora del Museo quiere grabar los encuentros. Siendo una falsa afirmación que quebrantó la relación dentro de la comunidad artistica.
Presión económica: promesas que nunca se concretan
Consiste en encargar obra, exigir disponibilidad total o pedir que se pague el envío/montaje con la promesa de un honorario que “llegará cuando entren los fondos”. El retraso sistemático paraliza la capacidad de reclamar: quien protesta teme ser tildadx de “mercantilista” o “poco comprometidx con el arte”. Si surge otra oportunidad mejor remunerada, la persona agresora apela al chantaje moral: “te di tu primera chance, ahora me fallás” (literal).
Captura de recursos (malversación de fondos)
La curadora se postula, o pide que artistas la integren, en proyectos subsidiados por el Estado o fundaciones. Una vez adjudicados, concentra la administración y dosifica la información contable. Aparecen rubros genéricos (“gastos operativos”, “logística”), se eliminan comprobantes o se justifica la ausencia de facturas con razones burocráticas. Al no existir contralor externo específico para el sector, la trazabilidad del dinero se evapora y quienes deberían recibir becas o cachets quedan sin cobrar. Dentro de los testimonios recopilados, la mayoría tiene que ver con esta mecánica, la curadora no logra justificar los gastos.
Apropiación de proyectos enteros desde espacios formativos
Durante clínicas o tutorías, la persona detecta líneas curatoriales prometedoras y ofrece “acompañarlas” mediante acuerdos verbales. Meses después, el eje temático reaparece en una exposición curada por ella, pero protagonizada por artistas de su círculo íntimo. Para blindarse, despliega una lógica de inversión de culpa: acusa pública (y ruidosamente) a las creadoras originales de “haberle robado” la idea.
Estas acusaciones no se quedan en la palabra: derivan en violencias concretas. Se han documentado casos de:
Sabotaje físico: obras intervenidas o rotas a pocos días de inaugurarse, con carteles insultantes. Dentro de los testimonios recopilados, esta esta situación real en la que la curadora vandaliza una obra en espacio publico, porque dice que la artista se la robó.
Denuncias infundadas: e-mails a instituciones o jurados asegurando plagio, lo que deja a la artista bajo sospecha y, a veces, fuera de convocatorias.
Difamación en redes: hilos o historias donde expone datos personales para movilizar escraches dirigidos.
Las víctimas suelen ser artistas en situación de mayor vulnerabilidad (jóvenes sin respaldo institucional, mujeres de provincias alejadas, identidades disidentes). El discurso justificatorio se ampara en dos muletillas: la vaguedad conceptual (“nadie es dueño de los temas”) y la supuesta inmadurez de la autora (“todavía no está lista, que siga trabajando”). De ese modo, despoja al proyecto de su origen, desplaza la culpa y perpetúa la violencia simbólica mientras se erige en defensora de la ética creativa.
Violencia simbólica y hostigamiento
Incluye cambiar reglas sobre la hora de montaje, imponer formatos expositivos que desvirtúan el trabajo o exigir presencia física permanente sin contemplar realidades laborales. Cualquier reclamo se afronta con sarcasmo o silenciamiento (“esto es parte del aprendizaje”). El hostigamiento sedimenta un clima de miedo a equivocarse: el/la artista internaliza que siempre está “a prueba”. Sobre esta situación, los testimonios son en gran cantidad, algunos de ellos, llegando a la violencia verbal frente a la comunidad artistica. En estos casos, algunas denuncias se realizaron de manera publica mediante entrevistas radiales o cartas a las instituciones involucradas.
Acoso sexual encubierto
No aparece como propuesta directa sino como insinuaciones progresivas: comentarios sobre la vida personal, invitaciones a “brindis de cierre” en espacios privados o la famosa frase “pasemos por un vino y seguimos hablando de tu participación”. El chantaje se vuelve más explícito cuando la inclusión en catálogo, gacetilla o exhibición depende del encuentro íntimo. El terreno profesional se diluye y el/la artista queda atrapadx entre la posibilidad de perder la oportunidad o enfrentar represalias si rechaza el “favor”. La dificultad para probarlo (por ocurrir en ambientes informales) aumenta la impunidad y el miedo a la denuncia.
Visibilizar estos mecanismos con detalle ayuda a desnaturalizarlos. Cuando los reconocemos como parte de un patrón sistemático, y no como “malos entendidos individuales”, se fortalece la posibilidad de trazar protocolos y redes de apoyo que cierren el paso a la impunidad.
¿Qué pasa cuando la violencia viene envuelta en palabras dulces?
Nos enseñaron a temer al agresor evidente, pero pocas veces hablamos de la figura afectuosa que manipula, divide y humilla mientras sostiene un relato impecable.
No necesitamos etiquetas clínicas para saber que algo está mal. Basta con ver el daño que deja a su paso, aunque lo disfrace de “gestión” o de “experiencia”.
El desafío es mirar más allá de la máscara y sostener el cuidado donde más importa: en los vínculos, en la ética cotidiana, en la capacidad de decir basta.
Que un discurso sea feminista no significa que una práctica lo sea.
El verdadero cuidado se mide en los hechos, no en las palabras. Por eso es vital observar, preguntar y, cuando sea necesario, poner límites a quienes se apropian de banderas justas para sostener dinámicas de abuso.
Cuando un discurso tan necesario como el feminismo es utilizado para encubrir abusos, el daño es doble: no solo se perpetúan violencias en lo concreto, sino que también se vacía de sentido una lucha colectiva construida con esfuerzo por muchas personas. Apropiarse de las palabras “cuidado”, “sororidad”, “decolonialidad” mientras se manipula, se excluye o se explota a otrxs, no solo traiciona esos principios, sino que deslegitima la confianza social en las herramientas que hemos creado para protegernos. Esta instrumentalización del lenguaje feminista es peligrosa porque inmuniza a la agresora: cualquier señalamiento es leído como ataque reaccionario, y así se silencia o desacredita a quienes sufren. Por eso, hoy más que nunca, necesitamos distinguir entre quienes viven el feminismo como una práctica ética real, y quienes lo usan como escudo para reproducir viejas formas de poder bajo ropajes nuevos. El feminismo no puede ser excusa para el abuso.
Máscaras que encubren la violencia
A veces, intentar entender estas dinámicas nos lleva a preguntarnos:
¿Por qué alguien que se dice feminista, afectiva y ética puede ser, al mismo tiempo, violenta y destructiva?
No se trata de psicologizar cada conflicto, pero sí de reconocer ciertos patrones relacionales que permiten que estas personas operen con impunidad:
Narcisismo encubierto
Este tipo de narcisismo no busca destacarse mediante una imagen de superioridad explícita, sino desde un rol de “guía moral” o “salvadora”. Se presenta como la persona que más sabe, que más sufre por las injusticias, que más ha trabajado por los demás. Sin embargo, detrás de ese rol, hay una necesidad constante de reconocimiento, control y sumisión ajena. Cuando alguien desafía su narrativa, reacciona no con debate abierto, sino con descalificación, victimización y manipulación emocional.
Frases típicas:
“Todo lo que hago es por ustedes, y así me tratan.”
“Me robaron, pero no importa, yo seguiré dando todo por la comunidad.”
“¿Cómo vas a dudar de mí después de todo lo que te ayudé?”
Rasgos antisociales (instrumentalización del otro)
No implica siempre un diagnóstico, pero sí una lógica relacional donde las personas se ven como medios para un fin. Se mueve en entornos donde no hay controles y aprovecha cada oportunidad para capitalizarla, aun si eso implica dañar a otros. Tiene facilidad para manipular estructuras y vacíos legales: si no hay contrato, si no hay protocolo, si nadie la denuncia, siente que tiene vía libre.
Frases típicas:
“No hace falta contrato, confía en mí.”
“No hay prueba de que eso fue así.”
“Nadie te obligó a participar.”
Defensas perversas (según psicoanálisis)
El concepto se relaciona con una postura frente a la ley: sabe que existe, pero se siente habilitada para esquivarla o relativizarla según le convenga. No reconoce el daño que genera, porque todo se justifica en su lógica personal de “hacer lo que se necesita”. Su empatía es selectiva: con quienes le sirven, cuida el vínculo; con quienes la incomodan, ejerce dominio o castigo.
Frases típicas:
“Es así como funcionan las cosas, si no te gusta, podés irte.”
“Te lo tomaste mal, pero no fue para tanto.”
“No tengo que dar explicaciones, esto es mi proyecto.”
Gaslighting crónico
Construye un ambiente de confusión: te hace dudar de tu memoria, tu percepción, tu derecho a sentirte mal. Cuando la violencia se señala, la respuesta no es confrontarla, sino hacer que la otra persona se cuestione: “¿será que exageré?”, “¿quizás sí me equivoqué?”. Así, el/la agresor/a mantiene su imagen intacta, mientras quienes la rodean se paralizan.
Frases típicas:
“Estás dramatizando todo, siempre hacés lo mismo.”
“Yo no te dije eso, te lo inventaste.”
“Yo fui la que te cuidé y así me pagás.”
¿Por qué cuesta tanto denunciar?
Para hacer un desglose más profundo de los obstáculos, se consultó bibliografía vinculada a la violencia invisible en ámbitos laborales.
Asimetría de poder y gatekeeping
Quien dirige una curaduría, un jurado o una cátedra controla invitaciones, becas y contactos. Esa concentración de capital simbólico convierte toda queja en un riesgo directo para la propia carrera: no solo se teme perder una oportunidad puntual, sino quedar fuera de futuras convocatorias que dependen de la misma red de influencias. Cuando la subsistencia económica ya es inestable, “llevarse mal” con un nodo poderoso se percibe como una ruleta rusa. Dentro de los testimonios recuperados se repite la frase "Yo tengo el poder (¡que impunidad!!!!!) y "no vas a volver a trabajar nunca más".
El blindaje del discurso progresista
Cuando la agresora habla de cuidado, feminismo y decolonialidad, las alertas internas se desactivan; ¿cómo imaginar violencia donde el discurso proclama lo contrario? El resultado es un “gaslighting” colectivo: si alguien señala la incoherencia entre palabras y actos, se le acusa de malinterpretar o de ser “demasiado sensible”. El relato emancipatorio funciona, así, como escudo preventivo ante cualquier cuestionamiento. Sobre todo porque su discurso ¡es maravilloso!
Precariedad y fragmentación del sector
La mayoría de los proyectos artísticos se arman con contratos temporales, becas puntuales o acuerdos verbales. No existen gremios fuertes ni convenios colectivos que ofrezcan respaldo material o jurídico. Esa intermitencia (unida a la necesidad permanente de “quedar bien” para la próxima postulación) genera una cultura de silencios estratégicos donde cada quien sobrevive como puede.
Miedo a la revictimización y a la difamación
Denunciar a una figura influyente suele implicar una doble exposición: la íntima (revivir el episodio ante extraños) y la pública (quedar etiquetadx como “conflictivx” o “difícil de tratar”). Muchas víctimas han visto cómo se pone en duda su profesionalismo o se minimiza su obra porque “solo quieren protagonismo”. El costo psicológico de ese escrutinio desalienta la acción individual. Y sobre todo, porque la respuesta suele ser "pero si es re copada" o "a mi nunca me hizo nada". Esto no se trata de opiniones, sino de hechos reales que sostienen a lo largo de, al menos 8 años según los testimonios recibidos.
Laberinto jurídico-burocrático
A diferencia de universidades o empresas, gran parte de las instituciones artísticas independientes carecen de protocolos internos. Cuando el hecho no encaja en las categorías de violencia doméstica ni de acoso laboral clásica, la denuncia salta de una ventanilla a otra (ministerios, defensorías, fiscalías) sin encontrar punto de recepción claro. La sensación de “no hay dónde ir” refuerza la idea de que es mejor callar o resolver en privado.
Reconocer estos frenos estructurales no significa resignarse; al contrario, permite diseñar estrategias colectivas que los desarmen: redes de testigxs, contratos escritos, presión para exigir protocolos y, sobre todo, la convicción de que la solidez de un campo cultural se mide por su capacidad de proteger a quienes lo sostienen, no por el volumen de silencios que acumula.
Estrategias de autoprotección y acción colectiva
Contrato o carta de acuerdo por escrito: definir honorarios, fechas de pago y destino de los fondos antes de comenzar.
Rendición pública: solicitar que los presupuestos adjudicados figuren en la web de la institución o en un drive compartido.
Registro de evidencias: guardar correos, mensajes y audios que documenten promesas incumplidas o tratos intimidatorios.
Red de testigxs: compartir la información con colegas de confianza; el patrón solo se hace visible cuando se conectan las historias.
Exigir protocolos: ningún programa de formación o exposición debería abrir convocatoria sin publicar un canal ético y un procedimiento de denuncias.
Denuncia estratégica: cuando sea seguro, acudir a áreas de género universitarias, sindicatos culturales o al Ministerio de Cultura pidiendo la aplicación de la Ley 26.485 (violencia contra las mujeres) en su dimensión “institucional”.
Escribir esta nota fue realmente difícil, agradezco a todas las personas que acompañaron el proceso, es la primera vez que la escritura no es en soledad. Aunque preferiría que estas publicaciones sean colectivas, entiendo mucho a las personas que no quieren exponerse y en un momento pensé: es esto o nada. No se trata de “cancelar” a nadie; se trata de proteger la integridad de las personas y de los fondos que sostienen nuestra producción cultural. El arte contemporáneo, precario por definición, no puede permitirse que las escasas oportunidades terminen en manos de quienes reproducen los mismos dispositivos de abuso que decimos combatir.
Nombrar las prácticas (aunque no nombremos a la persona) es el primer paso para desnaturalizarlas. El siguiente será presionar a las instituciones: si se financian con dinero público o gestionan obras ajenas, deben garantizar transparencia y protocolos de cuidado. Hasta entonces, nuestra mejor defensa seguirá siendo la organización comunitaria y la divulgación responsable de estas alertas.
¿Por qué publicamos esto ahora?
A partir de su aparición en un programa de formación y acompañamiento a artistas, durante las últimas semanas se multiplicaron los reclamos por faltas de protocolo y transparencia en espacios formativos y expositivos; muchas de esas denuncias apuntan a prácticas de abuso que se esconden detrás de discursos “de cuidado”. Esta nota pretende reunir patrones y herramientas para detectar y frenar esas violencias antes de que se normalicen. Al nombrarlas, buscamos activar la conversación y la acción que el sector todavía nos adeuda.
Necesitás orientación o ayuda inmediata?
Línea 144 (Argentina, 24 h, violencia por motivos de género)
Oficina de Violencia Doméstica – Corte Suprema: Lavalle 1250, CABA / 0800-33-FISCAL
Ministerio de Cultura – Protocolo de Género: protocolo-genero@cultura.gob.ar
Red de Abogadas Feministas: abofem.argentina@gmail.com

